6. El encanto del Cine Lorca
En la Avenida Corrientes está un lugar que pertenece a otra época y se aferra, a su manera, al presente: el Cine Lorca.
Es fácil imaginar que en los espejos del salón, antes se reflejaban mujeres usando vestido y hombres de traje. Unos y otros entraban juntos o separados, quizá llevando un sobretodo, mientras sus risas y comentarios resonaban en la planta baja y en la planta alta del lugar. Venían a este sitio para acercarse a historias similares a las suyas, llenas de lujo o de placeres contados; historias de amores consumados o de corazones rotos; historias sobre el desarraigo o la pertenencia. Un sinfín de relatos que, tantos años después, siguen habitando en la boletería, las esquinas, los muebles, las escaleras y las butacas del Cine Lorca de Buenos Aires.
Está en la Avenida Corrientes, entre Paraná y Uruguay. Antes de llegar, conviene perderse un ratito por esas calles. La zona está llena de edificios con cúpulas imponentes. Según la hora del día, el sol acentúa su belleza. Buenos Aires es todas las ciudades que caben en la imaginación. Basta tener un poco de curiosidad o dejarse llevar por alguna amistad hacia esos rincones que, en no pocos casos, suelen escapar de las guías turísticas. El Cine Lorca no encaja por completo en esa lógica, pero tampoco en la de las principales cadenas de pantalla grande. Más allá de compartir cartelera de estrenos, funciona a su manera.
No hay escaleras automáticas ni puertas que se abre solas y las entradas tampoco se compran por internet. Conviene no descartar que los usuarios más frecuentes al Cine Lorca tengan una relación amistosa con Analía o Laura, las chicas que venden los boletos, o con quien los corta, instantes antes de entrar al salón. Si la función es en la sala uno, basta seguir derecho, dejar atrás los espejos, incluyendo ese donde hay una saga de estampitas de santos y vírgenes, descubrir unas cortinas y adentrarse. Entonces, una sorpresa: la sala es plana, con una leve inclinación que va desde la pantalla hasta el fondo: los asientos próximos a la imagen están más altos que los últimos. Raro y fascinante.
Antes de ir a la planta superior, un poco de historia. El Cine Lorca se inauguró en 1968, por idea y sudor de Antonio Álvarez. Para entonces, se llamó Cine Lion. Durante los 70’, fue uno de varios que se encontraban por la Avenida Corrientes hasta llegar a la Avenida 9 de Julio. Algunos de los que le hicieron compañía fueron el Lorraine, el Losuar, el Loire y el Lorange. Mucho antes de que estos cines existieran, la primera sala dedicada a reproducción de películas fue la “Nacional”. Se inauguró en 1908. Fue a unas cuadras más allá del Obelisco, en la calle Maipú, entre la Avenida Corrientes y Lavalle, según cuenta Guadalupe Giménez en “Salas de cine y espacio urbano en Buenos Aires”.
Guadalupe Giménez explica que Buenos Aires, al igual que otras grandes ciudades, abrazó el lenguaje cinematográfico como símbolo de su desarrollo: entre 1908 y 1914, surgieron 98 cines. Las calles y el entretenimiento tenían una relación evidente. Si no era teatro, las historias podían estar en pantalla grande. Ver una película era un plan más relevante que ahora, en tiempos de streaming y de oferta desmedida; era un acuerdo claro, una cita, una aventura, un espacio oscuro para las emociones y la complicidad. En el Cine Lorca perdura ese espíritu, el garbo de antaño.
En la planta alta hay otro salón más pequeño. Está decorado con algunos muebles. Son pistas de otro tiempo: es válido inferir que hace cincuenta años se producían debates, discusiones y confesiones en este sector, antes o después de entrar a la sala dos. Su diseño es diferente a la uno. Hay que subir para encontrar butaca. La pantalla tiene una pequeña tarima a los pies. Ambas salas comparten un aspecto en común: las tiras de madera de distintos colores que dan vida a sus paredes.
Si para llegar al sitio se recomienda ir mirando hacia arriba, saltando con la mirada entre cúpulas, es porque de noche y en las alturas se puede encontrar el cartel del Cine Lorca. Es el mismo desde que fue inaugurado y forma parte de una de las características de la Avenida Corrientes, repleta de letreros que llaman a las personas según sus intereses. Cada tipografía es parte de la identidad de los sitios. Se imponen a la vista, mientras se escuchan distintas tonadas locales y extranjeras. Esas vidas, pasando sobre las veredas, se pueden observar desde el salón superior o dejando el lugar para vivir parte del embrujo de Buenos Aires: entre pizzerías, librerías, teatros, la arquitectura de la ciudad y el andar operístico con el que suelen ir los argentinos, es común pensar que se está en una película.
Una escena
21 de septiembre de 2016. Buenos Aires.
No tengo celular —me lo robaron dos días antes, saliendo del Metro de Caracas— ni un mapa de la ciudad. Camino solo por la Avenida Córdoba, luego de más de diez horas de viaje entre Venezuela y Argentina, incluyendo una demora. A pocos metros de llegar a la Avenida 9 de Julio, me quedo mirando las luces del café que está en la esquina. Dos señoras conversan en una mesa. Las observo desde la vereda opuesta, en la que los números de los edificios son pares. Pienso en la hora, quizá en mis viejos. Una escena así, natural y nocturna en mi ciudad, es impensable.
Atravieso el primer tramo de la 9 de Julio. Miro hacia mi mano izquierda. El Obelisco se descubre entre árboles. No sabía que estaba ahí ni lo estaba buscando. Desde entonces, digo que yo no lo encontré sino que él me encontró a mí. Antes de llegar a uno de los andenes donde paran distintos colectivos, veo desde el otro lado a un adolescente. El pelo largo le cubre parte de la cara. Está solo y ve algo en su teléfono. Vuelvo a pensar que una escena así, en mi ciudad, es impensable.
Empiezo a reconocer cuánto civismo he estado perdiendo y cuánto puedo encontrar en Buenos Aires. Dos meses después de ese día, y tras volver a Venezuela, regresé a Argentina. Ya van siete años.
Top 5 de…
… canciones de/en/por/relacionadas con Buenos Aires.
“La última curda”, de Aníbal Troilo y Edmundo Rivero
“Promesas sobre el bidet”, de Charly García.
“Persiana americana”, de Soda Stereo.
“Muchacha (ojos de papel)”, de Almendra.
“Dime qué te pasa”, de Gilda
Nota editorial: esta edición de La marea contó con las correcciones de Martín Solzi.
Próxima entrega: El día que me enamoré de Emma Stone.
A orilla’e playa están las tablas.
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¡Pa’lagua!
Maravilloso, en hora buena haber encontrado está marea por casualidad, mientras navegó entre Instagram, WhatsApp y facebook, tratando de hallar la paz que no tengo, quizás busque que las horas pasen para no contar los días que han pasado desde aquella última vez con mi Clau. Gracias mi querido Nolan por hacer de mi noche un rato más agradable y menos solitaria. Un abrazo.