«No hay intimidad mayor que la de una historia compartida»,
Irene Vallejo, autora de "El infinito en un junco”
Migrar es armar una nueva biblioteca.
Hay quienes se llevan en la valija un par de obras o logran trasladar una decena, mientras otros, con el tiempo, alcanzan a reconstruir su biblioteca en un nuevo lugar o se resignan a perderla. Esa ausencia no hace espacio para que otros autores lleguen. Queda ahí. Luego, sí, otros títulos se imponen de forma natural. La identidad lectora no conoce de oficinas migratorias ni pasaporte. La recuperación de un libro es el reencuentro con un pasado común.
En un libro habita el sentido de pertenencia.
Dentro de las capas de la añoranza está la que se revela cuando se tiene algo que no está al alcance. Pasa cuando se necesita uno que no está en la ubicación actual, sino en aquella hecha de memoria; cuando alguien recomienda una obra que pertenece y a la vez no, o el reencuentro en una librería: «Lo tengo, pero…». Ese puñado de páginas es algo más que papel y palabras: es uno de los símbolos que representan la trascendencia de la especie, uno de esos objetos que ha resistido a casi cualquier cosa a lo largo de los siglos —como bien explica Irene Vallejo—, en los que se encuentran las bases de la civilización y, en particular, algo de cada persona. Un libro suele ser un motivo.
Migrar es acumular duelos.
La suerte es que las heridas por la falta de uno u otro título suelen sanar con más facilidad que aquellas relacionadas con personas, acentos, culturas o paisajes. Se consigue alguna versión en digital o más económica; alguien presta un ejemplar y otra persona puede traer un par de esos que se extrañan, mientras uno u otro autor pierden relevancia en la memoria personal. Si nunca se lee la misma obra es porque no somos lectores inalterables. Al igual que con las personas, un libro encanta o deja de gustar sin mayor explicación (esa se encuentra luego; no en el momento de la ruptura).

En un libro hay una ventana abierta hacia la intimidad.
Pasa con ciertas personas. Gente capaz de leer un lenguaje sin signos gráficos, pero con códigos claros. Volviendo al papel, alguien podría contarnos por qué un libro es formidable y, al momento de leerlo, quizá no encontramos nada de eso sino otra cosa. La ventaja, en esa relación entre libros y personas, es que las páginas no preguntan porqués ni revisan historias de Instagram o escriben cada tanto por WhatsApp. Los libros se quedan ahí, tiesos, componiendo parte de una memoria sentimental, la personalidad que creemos tener y siendo —mientras no se vuelvan a leer, si es que se vuelven a leer— un cementerio de cadáveres con buena salud.
Gracias a Gerardo Guarache, quien mencionó a Irene Vallejo durante un intercambio de notas de voz.
Gracias a Rebeca Plaza por traer los libros de la foto, desde Venezuela hasta Argentina, que es lo mismo a decir trasladar recuerdos de un lugar a otro.
Una escena
Cuando «Carmy» (Jeremy Allen White) asume el restaurante heredado de su hermano Michael (Jon Bernthal), la iluminación del comedor está marcada por tonos fríos y sombras. En los primeros capítulos no abundan las risas ni la esperanza. Ni ahí ni en ningún otro espacio del lugar. Tampoco hay dinero ni demasiadas ganas de estar. Pero, en ocasiones, en la sangre viaja una fuerza que escapa a la razón. Es una de las maneras que tenemos para justificar acciones que, quizá, de otra manera, no haríamos. A través de esas acciones se reivindica una parte de nosotros, una amistad, un vínculo familiar, un amor.
En The Bear ocurre lo segundo, la fe en una idea de familia. Es válido sospechar que Christopher Storer, su creador, reconoce que un comedor es algo más que un comedor, al igual que un plato con comida no es solo un plato con comida. Ese espacio es el lugar de encuentro, el marco en el que los sabores viven más allá de una receta. Toda mesa es un escenario. Es la paradoja que entraña la gastronomía: para que tenga sentido, toda su estética debe ser arruinada y, sin embargo, conviene no olvidar que, como en el caso del amor, la comida entra por los ojos.
Con el paso de los capítulos, se produce una transición entre tonos fríos a cálidos en el restaurante. Así, su creador y todo el equipo de producción sugieren que se acerca un futuro brillante. Esa intención narrativa, entre secuencias, diálogos y susurros al oído del espectador, alcanzan la cima en esa escena en la que los platos con spaghetti vienen y van para empleados y familiares sentados en la misma mesa, cuando las sonrisas surgen con facilidad, la esperanza está instalada, hay dinero y ganas de vivir para cocinar.
Top 5 de…
… canciones para transitar un duelo:
1. “Sigue tu camino”, de la Dimensión Latina.
2. “July”, Noah Cyrus junto con Leon Bridges.
3. “Como me acuerdo”, de Robi Draco Rosa.
4. “Llévame en un beso”, de Paté de Fuá junto con Lila Downs.
5. “Just like a woman”, en voz de Joe Cocker.
Próxima entrega: aún no tiene título. Pero será sobre un café porteño.
A orilla’e playa están las tablas.
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¡Pa’lagua!